En la era de la comunicación inmediata, el límite entre lo privado y lo público se difumina con un simple clic. Lo que antes se decía en el comedor o en la máquina de café ahora puede estallar en una red social o en un correo interno. La justicia laboral, consciente de esta nueva realidad, se enfrenta cada vez más al difícil equilibrio entre la libertad de expresión del trabajador y el derecho de la empresa —y de las personas que la integran— a no ser injuriadas. Comparamos dos pronunciamientos judiciales, separados por apenas unos años, que ilustran de manera paradigmática esa tensión y la sorprendente disparidad de criterios que puede generar.
El caso canario: la ofensa emocional en un canal cerrado
El Tribunal Superior de Justicia de Canarias, en su sentencia de 6 de junio de 2024, declaró improcedente el despido de un trabajador de Mercadona que había remitido varios correos a los canales internos de quejas y sugerencias de la empresa. El contenido de esos mensajes era, en apariencia, demoledor: frases como “sois todos unos hijos de la gran puta”, “viva Franco, viva Hitler” o “el mes que viene sacáis los látigos para golpearnos mientras trabajamos” acompañaban una batería de acusaciones hacia los responsables médicos y coordinadores de la compañía. En uno de los correos, el trabajador llegaba incluso a referirse a “esta señorita”, en alusión a la médica de empresa, criticando su profesionalidad y acusándola de “cobrar un dineral por joderte la salud”.
Pese al tono ofensivo, el Tribunal consideró que la sanción de despido era desproporcionada. La clave de su razonamiento se halla en dos elementos: la falta de publicidad y el contexto emocional. En primer lugar, los correos se enviaron a direcciones corporativas de uso interno, sin difusión pública ni trascendencia externa. En palabras del propio tribunal, esto “le priva de trascendencia pública y de la posibilidad de que llegue a conocimiento de los posibles ofendidos de manera directa”. En segundo lugar, se valoró el estado de ánimo del trabajador —ofuscación, ansiedad y conflicto derivado de una baja médica— como circunstancia atenuante.
El TSJ de Canarias llegó así a una conclusión que, sin duda, puede sorprender al lector no jurista: los insultos y comparaciones con Franco o Hitler, aun inapropiados, no alcanzaban la gravedad suficiente como para justificar el despido disciplinario. La ofensa se consideró, en definitiva, un exceso verbal en un contexto de ira, sin impacto real en la convivencia laboral ni daño reputacional para la empresa.
El caso madrileño: el sarcasmo público que cruzó la línea
En contraste, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, en sentencia de 19 de julio de 2019, confirmó la procedencia del despido de un trabajador que había publicado varios comentarios en Twitter sobre su vida laboral. Entre ellos podían leerse frases como: “Solo estamos en la oficina yo y la cacho mierda de posventa que me odia”, “Es la clase de lunes en la que ojalá poder ver porno en la oficina” o “si yo enviara un email explicando por qué creo que en la otra oficina son tontos, me iría a la puta calle con razón”.
En ningún momento el empleado mencionó el nombre de la empresa ni la identificó de manera directa. Sin embargo, el tribunal entendió que sus publicaciones, realizadas desde un perfil público con notable actividad, permitían deducir fácilmente el entorno laboral y a las personas aludidas. A su juicio, esos mensajes —difundidos en una red abierta y accesible a terceros— proyectaban una imagen degradante de la empresa y resultaban ofensivos para sus compañeros, dañando así el clima laboral y el buen nombre corporativo.
El TSJ madrileño fue tajante: el derecho a la libertad de expresión del trabajador no ampara comentarios vejatorios que afecten al honor de otros empleados ni al prestigio empresarial. El canal público de difusión, en este caso X (antes Twitter), fue determinante. La Sala incluso rechazó aplicar la llamada “teoría gradualista” —que permite modular la sanción en función de la gravedad—, recordando que cuando la falta encaja en el tipo de “ofensa verbal muy grave”, la empresa está facultada para sancionar con el despido.
La doble vara de medir: del buzón interno al escaparate digital
Ambas resoluciones comparten un eje común —la tensión entre libertad de expresión y disciplina laboral—, pero divergen radicalmente en su resultado. El elemento diferencial no está en la naturaleza del insulto, sino en el escenario en que se produce.
En Canarias, el canal es cerrado, interno y limitado a la comunicación empresa-trabajador. El Tribunal interpreta el mensaje como una forma de desahogo, impropia pero privada. En Madrid, el canal es público, masivo y abierto a terceros. La red social transforma lo que podría ser una queja personal en un acto de difusión potencialmente lesivo para la imagen corporativa. En otras palabras, la misma ofensa pesa distinto según quién pueda oírla.
Resulta, sin embargo, llamativo que el tribunal canario absolviera a un trabajador que insultó directamente a una profesional concreta —la médico de la empresa—, mientras que el madrileño avaló el despido de quien nunca mencionó la identidad de nadie ni de la propia compañía. El contraste invita a preguntarse si la justicia laboral está valorando de forma coherente los elementos del derecho al honor (art. 18 CE) frente al derecho a la libertad de expresión (art. 20 CE), o si, por el contrario, el medio de difusión está adquiriendo un peso desproporcionado frente al contenido mismo del mensaje.
Así, de estas dos sentencias se desprende una paradoja inquietante: la libertad de expresión del trabajador parece gozar de mayor protección cuando se ejerce dentro de los muros de la empresa, incluso con insultos y acusaciones, que cuando se proyecta hacia fuera, aunque sea de manera ambigua y sin identificación directa.
En un entorno donde lo digital diluye las fronteras entre lo íntimo y lo público, la línea que separa la crítica protegida del despido procedente se vuelve cada vez más difusa.
Parece, por tanto, que el mensaje de los tribunales no atiende tanto sobre las palabras que se dicen, sino sobre dónde se dicen. El trabajador que insulta en un canal interno puede ser reprendido, pero conserva su empleo. El que ironiza en redes sociales, puede perderlo. La diferencia entre la libertad y el despido, al final, puede reducirse a un simple “enviar” o “publicar”.

